Costumbres y Rutinas



Hay ciertas costumbres que se van adueñando del ritmo de nuestras vidas, de una manera tan obscena como triste.

Me digo todos los días, por ejemplo, que mañana no subiré por la misma calle, que rodearé el banco y luego doblaré a la derecha... pero llega mañana, y lineal y fríamente subo la calle por la misma acera que el día anterior, y el anterior... y el anterior... y... bueno... etc.

Decididamente, la ciudad no es mi entorno predilecto, me estorban los carros, me angustia la prisa de la gente, los semáforos me causan espasmos, el humo de los carros me mancha los dientes y la ropa, los gritos de los vendedores ambulantes me enervan... no me gusta caminar sobre esos adoquines.. cuesta arriba y de regreso cuesta abajo... los tacones de mis zapatos invariablemente hacen un sonido vulgar que me repugna, me hace pensar que camino como una yegua desfilando... no lo tolero.

Odio las caras de las personas que suben y bajan al autobús... no sé porqué, ni desde cuando, pero me molesta más allá de mi fuerza que alguien ocupe el asiento contiguo al mío, es curioso... pero me fastidia y me amarga el día.

Ahora que no tengo más remedio que diariamente andar y desandar la ciudad, me he puesto a fijarme más en los detalles... hay dos o tres cosas que me gustan y me hacen sonreír... como el señor del acordeón, "la pulga y el piojo se quieren casar" siempre me arregla el día... pero el resto de ella, me provoca repulsión a gran escala... confirmado.

Extrañamente... ayer... sentí diferente el aire espeso de a diario, había algo, el color de los edificios... no era el de siempre, parecía como si alguien hubiese pasado la noche entera puliéndolos, abrillantándolos... Como si hubieran colocado incienso de sándalo en cada alcantarilla.. como si hubieran sustituido los adoquines por manicillo... Era una ciudad nueva... alegre... acogedora...

Rodeé el banco, giré a la derecha y encontré caras nuevas, no tan tristes como las de los días anteriores.. y caminé silbando..

Al llegar a la estación del autobús, justo antes de sacar las monedas para pagar el pasaje... sentí un leve pálpito en los labios... como si los tuyos siguieran besandolos con la fuerza de apenas unos minutos atrás... y de pronto un escalofrío me recorrió el cuello, como tus besos lo habían recién hecho...

Me quedó claro al instante: tus besos rompen mi rutina... mi costumbre... mi hastío... la ciudad...


Psicosis putrefacta urbana



A veces, cuando la ciudad me amenaza con sus fauces rencorosas, quisiera padecer sordera crónica, esas calles que se tratan de reinventar a sí mismas cada hora, que se frotan las manos buscando víctimas para hacerlas tropezar. Los movimientos zigzagueantes de olas humanas que corren a toda prisa desafiando el ritmo de los relojes, que buscan y buscan huellas y no hallan nunca, siquiera, un rostro. Los puntos muertos dejan de ser cimiento de esta tristeza antagónica al borde de mis ojos, y se convierten en la excusa de otra no razón que habita este pálpito torpe que me sobreviene en la misma esquina siempre.

A veces, el trayecto de vuelta no es acogedor, se torna gris, pesado, denso, poblado de cuchillos en las ventanas, con rostros agrietados asomados a los balcones, manos que tejen historias equivocadas, cansadas, apagadas, insalubres. Vacilar un segundo antes del asesinato colectivo, dejarse absorber por el moho ennegrecido de los recovecos de los edificios sulfuros que se levantan sin gloria sobre la mirada. Sostener el peso de un abismo que se yergue como si tuviera la fuerza de los años postergados en un nunca, tan voraz que emancipa las ideas de una sonrisa real. El desquicio de las angustias como estatuas deprimidas con los brazos en alto y la mirada caída.

A veces, los nubarrones que bajan hasta mis suelas, me contagian de esa lástima citadina que remueve el herrumbre de las botas de los caídos, tantos himnos perpetrando la avaricia de las manos secas, malolientes de la nada descifrada en los rostros de los incrédulos y rapaces con vocación de viaducto hacia ningún lado, escaramuzas lamentables e irrisorias de los párvulos soñadores de miserias ajenas. Las brasas incandescentes de los ojos vacíos con los que chocamos con la convicción de un suicida en la cornisa, son de pronto el refugio perfecto para el rencor desdeñado y las intensiones más escalofriantes y patéticas.

A veces, como si la vida llevara ritmo de sepulturero, nos movemos entre estañones de angustias y paisajes blanco y negro que nos hacen vernos amarillas las caras en los reflejos de los vidrios empañados. La vida misma con movimiento de alcantarilla, se va cuesta abajo por entre los adoquines que se levantan y buscan tu frente. Todo intento de huida es vano tormento, una fuerza vertical que te aplasta las ganas y te reduce a la miseria de un cuerpo visceral y óseo, con dermis de cadáver expuesto. Basta entonces con caer al suelo, respirar y aceptar la nueva condición de materia putrefacta, que se descompone al unísono con la ciudad.

Sombra Vagabunda

Salió impulsada, más por el sentimiento de morir aplastada por las paredes blancas, que por genuino interés. No tardó mucho en estar lista... los zapatos de siempre... de siempre cuando llueve. Se enfundó en un impermeable gris, como para disimularse en el ambiente, y una bufanda a rayas... larga... pesada.

El viaje era corto, 30 minutos en autobús, y estaría en medio de la ciudad. Una ciudad aún más triste que el cielo... decaída; que llora azufre en las esquinas, que apesta a pollo frito, que muere de hambre por las tardes.

Cuando llegó, llovía con tanta pena el cielo, que de inmediato sintió el deseo de devolverse, pero sabía que eso le rompería el alma y las piernas. Así que caminó... lento... haciendo una pausa antes de que el tacón de sus botas tocasen el suelo. Iba en medio de la gente que corría, que chocaba, se disculpaba y volvía a chocar.

Hacía frío.... pero apenas lo percibía, ya había pasado noches aún más frías, caminó con la certeza de no hallar lo que había salido a buscar: calma. Calma disfrazada de bolso, de blusa, de pantalón, de sombrero nuevo. Caminó la avenida atestada de gente sin rostro, sin manos... acaso piernas largas y agitadas. Caminó sin ánimo ni prisa para retornar.

Llovía... y la ciudad era un laberinto colorido de paraguas afilados... trataba sin éxito de escabullirse entre ellos, pero a cada paso... una punta de un paraguas ajeno clavado contra el suyo, contra su brazo, contra su espalda... casi contra el ojo. Cerró el que llevaba en la mano, para hacer su andar un poco menos torpe... ahora llovía el cielo sobre ella, en exclusivo...

Todas las gotas convergían en los rizos de su largo cabello. Eso tampoco importaba. No importaba el bolso que no iba a encontrar, ni la blusa que no se quiso probar, ni el pantalón que no le ajustó bien.

Luego caminó sin rumbo unas cuantas cuadras más, dejó de percibir la gente a su alrededor, ahora eran sólo ella y la ciudad enana que le mostraba los dientes. Dio vueltas varias veces, en varias cuadras, tratando de huir de esa mueca que le hacían las gotas de lluvia en los charcos. En vano...

Llegó sin notarlo a la librería de siempre... mecánicamente sus pasos le llevaron frente a la pequeña puerta de madera... Era un buen lugar para dejar atrás la lluvia. Entró en silencio.. saludó con dos besos a los chicos que la atienden... se coló entre las páginas amarillentas de los libros, tal vez buscando un poco de calor, tal vez tratando de disuadir a la lluvia para que no la hiciera llorar más... tal vez para ser sorprendida por alguna historia... tal vez...

Se sentó sonriente en la butaca frente al escritorio, hablaron un poco de Hegel, de Heidegger, de Chejov, del romanticismo en la poesía latinoamericana... reía coquetamente con los chicos... como siempre. Una taza de café y un buñuelo para recuperar el calor...

Nadie sabe cuántas horas se resguardó entre esas paredes tibias que un día, no se puede precisar cuándo, ni porqué, la acogieron con calor de hogar, con olor a abrazo interminable...

Juntó su bolso del suelo, se volvió a arropar, nuevos besos de despedida, los pasos hacia la puerta, y la sonrisa al bolsillo trasero de su pantalón... Iba de nuevo como autómata hacia la estación del autobús... le dio al conductor el coste del pasaje, y ocupó el primer asiento vacío que encontró, sacó su libro y se sumergió entre las letras...

Creía que todo iba bien, que esa batalla había sido ganada semanas atrás, hasta que... del fondo de sus ojos cayeron densas lágrimas mientras repetía murmurando "estoy perdida sin ti"

(A mis compañeros... esas otras sombras vagabundas... les ofrezco mis disculpas por tomar el nombre de nuestro refugio común... pero a veces... sólo a veces... se hace necesario este tipo de asalto a mano alzada... ya ustedes sabrán)



Proclama





No quiero sonrisas sin alivio
no quiero lágrimas sin sangre
no quiero tintas tenues en mi página.
Quiero morir en una palabra
erradicarme el dolor en un abrazo
caer golpeándome en la tristeza.

No quiero escapar con un mapa
no quiero certezas de calendario
no quiero muertes naturales.
Quiero balcones al viento
quiero espinas en la piel
llorar a entraña viva.

No quiero mi dermis cicatrizando
no quiero volar con cinturón de seguridad
no quiero sombras de mis restos.
Quiero intenciones homicidas
quiero locura amenazadora
correr en contra del destino.

No quiero absolución para mis demonios
no quiero errores irrepetibles
no quiero vasos semi llenos.
Quiero canciones como cuchillos
quiero pozos sin fondo para los deseos
quiero oraciones de no creyentes con fe.


Gotas de tinta


Los días van callendo
como gotas de tinta sobre mi piel.

El estridente y desacompasado tic-tac
provoca el revuelo de mi quietud.

La oscuridad sombría
lentamente se apodera de todo,
se impregna su olor en mi ropa
y castiga con piedras a mi memoria.

Retengo el aire de un segundo
como queriendo acallar a mi instinto,
se cierran las ventanas
y me quedo adherida a la pared.

Mis pasos se entretejen
con los gestos del un olvido equivocado
con las ansias insatisfechas
con que se nombran a los malditos.

Expectativas que se alzan en vuelos torbellínicos,
la sensación de una dermis muerta
en mis manos,
tentándome al vacío,
a una sonrisa contagiada de tristeza,
volcándome hacia la certeza de la nada.

Las gotas oscuras inundan mi piel,
los poros se me contraen consternados,
descuelgo los días de los relojes
y me apuro a caer en el silencio.



3:00 am




Intuyo el reloj a mis espaldas: 3:00 a.m.

Me detengo frente al abismo de lo incierto,
frunzo el ceño, empuño las manos,
respiro profundo... sigo viviendo.

Un golpe de recuerdos me caen al momento,
un sobresalto al corazón,
maldiciones por mi intento.

Los pasos no aguantan esta huida,
el dolor me detiene
en este punto muerto.

Me acosa un mar de dudas,
me ahogo en mis propios lamentos
trato de esquivar las lágrimas
pero me convierto en un fétido remedo
de una voz sin acento.

Promulgo mi silencio,
lo entierro muy adentro,
me encadeno al dolor de morir
con mi anhelos.

Vagas sensaciones y miles de tormentos
se me rompen las manos...
se destruyen mis secretos.

El llanto me acosa,
me corta el aliento,
me deja el alma de rodillas,
buscando sus fragmentos.

Hincapié en las heridas,
sal al corazón...
sueños desterrados...
locura...
incomprensión...

Vuelos de gaviotas malheridas,
mueren sin luz los faros tuertos,
muelles para las desdichas,
máscaras incrustadas en la piel.

Son las tres en punto,
frunzo el ceño, empuño las manos,
respiro profundo...

Corazón: estoy muriendo...